14 de septiembre de 2013

La Rosa de los Vientos



El galeón se mecía suavemente al surcar el oleaje del océano, mientras el aparejo sonaba acompañando la leve sinfonía marina. Llevaban largadas todas las velas, ahora empujadas por el siroco. Todo alrededor era mar, millas y millas a la redonda de completo océano. Era una nave magnífica. Tenía cuatro mástiles y cargaba siete cañones, además de muchas almas. Llevaba más de diez años a flote, pero la madera de roble con que fuera construido en los astilleros de Nundinae lo hacía verdaderamente resistente. Una vez fue uno de los más grandes galeones de la flota troniana, pero de eso hacía mucho tiempo ya. Ahora navegaba libre, dejándose llevar por el viento. Bajo el bauprés aún portaba la figura tallada de la Virgen, vistiendo una túnica que parecía bailar con el viento. A lo largo del casco, los adornos que una vez lucieron hermosos ahora estaban en decadencia, pues nadie se había preocupado de mantenerlos. Y a popa, en letras plateadas, bajo las vidrieras de los camarotes, lucía radiante su nombre: Rosa de los Vientos. En un navío majestuoso.

Ella caminaba sobre la cubierta superior, y sus botas resonaban sobre los tablones de madera a su paso. Todos allí la seguían como su capitana, aunque ella negaba tal cargo. Andaba muy decidida, como siempre hacía, dando ese aire de indiferente superioridad sobre los demás, como si nada fuera con ella. Dejó atrás el mayor, y se cruzó con algunos de sus hombres, que, atareados, trabajaban por mantener el rumbo del viento. La nave flotaba sobre el océano con las velas hinchadas, avanzando hacia un horizonte nuevo para todos. Y no les importaba nada.

Issora dejó atrás la mesana y alcanzó el castillo de popa. Al ascender, el viento se llevó sus rizos, en tonos dorados y castaños, y su suave piel se estremeció con el frescor. Allí estaba Therco, el maestre, su segundo a bordo, que observaba la cubierta vigilando que todos hicieran sus tareas. Era un hombre negro, enorme. La vio llegar y le lanzó un vistazo.

–Todo en orden capitana.

Ella llegó hasta él y se puso a su lado, volviéndose para mirar a proa. –No parece que el viento vaya a cambiar. –Él negó–. Veamos qué nos depara el horizonte esta vez.

Se encontraban en la región más oriental de los Mares de Munesia, plagados de incontables islas diminutas de arena y palmeras, pequeños paraísos donde habitaban diferentes tribus de nativos. Se decía que siguiendo aquel rumbo, donde acaban esos mares, terminaba el Mundo. Las leyendas hablaban de un gran acantilado que caía por el borde del Mundo, donde comenzaba la Nada. Ella no terminaba de creerlo, pero estaba dispuesta a verlo si el viento la llevaba hasta allí. Therco sonrió, pues era consciente de sus pensamientos. Le agradaba su capitana. Era una mujer valiente, aunque sin rumbo. Vivía su vida esperando a que le pasaran las cosas, disfrutando de cada una de ellas, y tratando de aprovechar cada uno de esos momentos. Era algo que él había aprendido a hacer con ella, y la seguiría allá donde el viento los llevara. Así hacía ella, se dejaba llevar, arrastrada por los vientos. Nadie a bordo gobernaba la Rosa de los Vientos jamás, no había piloto ni timonel, y el galeón navegaba llevado por el viento, allá donde él quisiera llevarlos. Era lo que habían elegido ochenta y ocho de las ciento dieciséis almas de abordo, pues el resto eran esclavos. Issora viajaba con el viento, echando ancla en los puertos a los que arribaba, donde comerciaba con las personas que cargaba, voluntariamente o no. No era mala persona, o ella no lo veía así, simplemente era el modo de vida que le gustaba llevar, y llevaba haciéndolo mucho tiempo.

Era preciosa. Tenía una carita que a menudo parecía seria, y ocultaba una sinceridad inquebrantable. Realmente bonita. Su esbelto cuerpo, había dicho alguno, era como una obra de arte tallada por algún habilidoso artesano. Su piel era tersa, suave y estaba bronceada, pues adoraba echarse al sol sobre la cubierta del castillo de prosa y pasarse las tardes tomando el sol. Debía contar sólo la treintena, pero aquel tiempo le había sido suficiente para gobernar su vida y la de los de a bordo, dejándose siempre llevar por el viento. Le puso una mano sobre el hombro a Therco, y sonrió con él. Después se dirigió a popa, hasta la barandilla que caía al mar. Allí había un grumete observando por un catalejo de bronce fijado a la baranda, y al verla le cedió el artilugio, pues sabía que a ella le gustaba observar de vez en cuando al horizonte.

–Gracias –le dijo, y tomó el catalejo. Miró a través, observando a lo largo del horizonte, tratando de vislumbrar cualquier tierra o navío que el grumete no hubiera avistado, cuando vio algo. Ligeramente al oeste había un punto amenazante. Podría ser un barco, de color totalmente negro. Miró al grumete–. ¿Y eso? ¿No lo has visto?

–¿El qué, mi capitana? –Y el chico se asomó al catalejo, lo movió a un lado y al otro, sin alejarse de la posición a la que ella había mirado–. No veo nada.

Ella se encolerizó de pronto. No podía ser. Otra vez no. Tomó el catalejo y volvió a observar. Allí seguía claramente. Era un buque enorme, y debía tener el velamen tan negro como el casco. –¿No lo ves?

–No hay nada, mi capitana –dijo el grumete y se dirigió a otro de los catalejos de popa.

Ella continuó mirando, estaba allí. No entendía cómo no podían verlo. Se retiró del aparato y miró al horizonte, pero no pudo avistarlo. Jamás había visto ese navío con sus propios ojos, sin necesidad de tirar de catalejo. Sentía el viento en su rostro, poderoso, y después miró a la mesana, hinchada por éste. No la alcanzaría. Jamás lo hacía, y esta vez no sería diferente. O esperaba, pues aquel navío fantasma era lo que más la aterrara en este Mundo.

Se dio media vuelta enfada y regresó hasta Therco.

–¿Qué era capitana?

–Nada –respondió ella sin más, y continuó su paso hasta bajar a cubierta. 


*   *   *
Ya he comenzado la escritura de La Rosa de los Vientos.
Estoy trabajando en su web también. Pronto podré enseñárosla.
Espero que os guste!!

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